¿SECESIONISMO COMO RESPUESTA A LA CENTRALIZACIÓN DEL PP?

Una opinión generalizada entre el nacionalismo catalán, es que buena parte del incremento del secesionismo en Cataluña se debe a la política centralizadora de los gobiernos del PP.

La realidad es que nadie se ha interesado en explicar que desde que España inició su proceso de descentralización con la vertebración del Estado en las 17 autonomías que dieron lugar los pactos autonómicos de 1981, en los últimos 20 años el proceso se ha acelerado hasta convertirla en uno de los países más descentralizados de la OCDE. El grado de autogobierno de las autonomías es superior al que disfrutan los territorios de Estados Unidos, Reino Unido o los cantones suizos. Actualmente, casi la mitad del gasto público es gestionada por las administraciones territoriales (34% por las CC. AA. y el 12% por las autoridades locales), habiendo adelgazado al Estado Central hasta
apenas implicar el 20% de todo el gasto público, correspondiendo el 30% restante a la Seguridad Social. Todas las CCAA tienen las competencias en sanidad y educación completamente transferidas, junto con un porcentaje importante del gasto en Infraestructuras, varios impuestos, transporte, y un largo etc que en el caso de Cataluña culmina con la transferencia completa de la competencia en seguridad ciudadana, desapareciendo allí la policía nacional.

Un año más tarde de aprobar la Constitución del 78, se aprobaron los Estatutos autonómicos vasco y catalán, que se acogieron a la vía rápida de traspasos de competencias. En 1981 se traspasó a Cataluña la competencia en sanidad, y en 1983 ya tenía transferida la competencia en educación, tanto universitaria como no universitaria. Ese mismo año se aprobaría la primera Ley de Normalización Lingüística, que favorecía el catalán como lengua vehicular y única en los centros públicos de enseñanza catalanes.

En aquella Cataluña de los 80, en la que el castellano tenía todo el peso de lengua vehicular, la ley de Normalización se postuló como necesaria para implementar el catalán como lengua de uso común e integrador de la sociedad catalana. La ley fue impugnada por el PP, abandonando el marco meramente educativo para introducirse en el político. Y en 1994 el Tribunal Constitucional acabó dando la razón a la Generalitat, emitiendo una sentencia histórica que dio el visto bueno al papel del catalán como «centro de gravedad» de su sistema educativo, instando a esta a asegurarse que el castellano fuese igualmente aprendido. En diez años se pasó de un 9% de escuelas en catalán a más de un 75%.

El Gobierno del PSOE del 93 cedió el 15 por ciento del IRPF a las comunidades autónomas para obtener el apoyo de CIU en la investidura de González.

Con el gobierno de Aznar en el 96, se firmó el Pacto del Majestic, que paradójicamente implicó el mayor número de concesiones que se había dado a Cataluña en democracia. Se propició un nuevo sistema de financiación autonómico que incluyó la cesión del 33% de la recaudación del IRPF (antes era del 15%), del 35% del IVA (desde el 0% anterior) y del 40% de los impuestos especiales. También se realizaron importantes transferencias de competencias a la Generalidad, destacando las competencias de tráfico, justicia, educación, agricultura, cultura, farmacias, empleo, puertos…. además de incrementar las inversiones del estado en Cataluña entre 1999 y 2004 una media del 33,32% anual.

Cataluña fue la autonomía más beneficiada en términos absolutos por las inversiones estatales de Fomento en el periodo 1996-2011, un 14,53% del total, para una población que implica el 16% del total del Estado.

En 1998 se aprobaba la Ley de Política Lingüística, por la que se extendía la inmersión lingüística a todo el territorio de Cataluña. Fue duramente contestada por el gobierno y por los medios de comunicación conservadores, que de nuevo denunciaban la «persecución» del castellano en Cataluña. La respuesta fue la Declaración de Barcelona firmada conjuntamente por CiU, PNV y BNG en la que se defendían los «derechos nacionales» de Cataluña, País Vasco y Galicia. La ley no fue recurrida entonces por el PP, era la época en la que Aznar hablaba catalán en la intimidad de Moncloa.

Más tarde, la completación del plan de transferencias en el resto de autonomías en el año 2000, homogeneizándolas con las comunidades históricas, provocaría la demanda en estas últimas de una segunda oleada descentralizadora. La intervención de España en la Guerra del Golfo propició el ascenso electoral de los republicanos independentistas de ERC en 2003, que les permitirían gobernar Cataluña dentro del Tripartito, junto a PSC e ICV, durante 8 años consecutivos. La demanda de un nuevo marco estatutario sería atendida por el gobierno socialista de Zapatero, quién prometió aprobar cualquier estatuto que se votase por los catalanes.

Primero País Vasco, y después Cataluña, aprobaron sus nuevos estatutos de autogobierno. En 2004 el parlamento vasco aprobaba un estatuto que reclamaba el derecho de autodeterminación, y en 2006 se aprobaba el catalán, especificando en su preámbulo que Cataluña era una nación, y entre otras cosas, obligando al Estado a hacer una inversión en infraestructuras en su territorio equivalente al porcentaje que ocupaba dentro del PIB español.

Era de esperar que el Estatut catalán sufriese recortes, pues vulneraba uno de los principios fundamentales de la Constitución, el hecho de reconocer más de una nación, y además obligaba al estado a realizar inversiones en función del peso de Cataluña sobre PIB estatal, algo que igualmente vulneraba la Constitución.

Posiblemente buena parte del malestar que hayan sentido muchos catalanes, más que al fondo, se ha debido a las formas de muchos políticos de ámbito estatal. Expresiones como “nos hemos cepillado el Estatuto” de Alfonso Guerra, o personas explicando que recogían firmas “contra los catalanes”, cuando el PP se embarco en su encrucijada contra el Estatut, han generado un fuerte resentimiento que se podría haber evitado. Y ese resentimiento se convierte en agravio cuando muchos de los artículos que se impugnaron en el Estatuto catalán fueron votados por el mismo PP en los estatutos de otras autonomías, y cuando finalmente la política de inmersión lingüística era impugnada ahora por el mismo partido que no lo había hecho antes en el 98 cuando gobernaba.

El balance final es que el modelo autonómico parece no contentar a nadie, bien por su exceso o su defecto, según la visión de Estado de cada uno. Algunos, especialmente en estos años de crisis, han criticado el modelo por su coste económico, arguyendo duplicidades competenciales entre la Admon. central y autonómica, falta de control del déficit y despilfarro de las CC.AA, a las que acusan de privatizar los servicios transferidos para enriquecerse en base a comisiones ilegales. Otros consideran que el Estado aún cuenta con excesiva capacidad de gasto, o que dificulta el desarrollo autonómico. En el caso de Cataluña se culpa al estado de entorpecer su Estatuto de autonomía, quejándose de sus interferencias en el desarrollo de su normativa lingüística, comercial y cultural, así como aireando supuestos déficits en inversiones territoriales.

La realidad es que no faltan razones en ninguno de los dos lados. Bajo una visión general, la evolución del gasto en la Admon. Central ha mantenido una tendencia de crecimiento positiva hasta 2014, aunque este se redujo en los años más dramáticos de la crisis, después volvió a crecer. Mientras tanto se culpó a las CCAA de la falta de control sobre el déficit público, viéndose estas obligadas a aplicar un amplio proceso de recortes para reducir sus gastos.

Es cierto que actualmente el Estado tiene poca capacidad de maniobra, manteniendo principalmente competencias en agricultura, defensa, justicia o seguridad ciudadana donde ya de por sí es complicado reducir el gasto. Pero también se puede argumentar que el recorte del gasto en la Admon. Central mantendría los estándares de bienestar ciudadano  ofrecido por los servicios públicos hoy controlados por las CCAA.

Puede ser motivo de queja la falta de capacidad de las regiones a la hora de intervenir en la toma de decisiones del Estado, otra característica que mide la descentralización, y en la que España está por debajo de la media de los estados federados. Mayores cuotas de poder de las regiones sobre las decisiones del gobierno central podrían paliar buena parte de las discrepancias entre las administraciones territoriales y el Estado.

Pero más frustrante que todo esto puede resultar la política centralizadora de Fomento, que mientras ha impulsado un modelo radial conectando el centro en Madrid con el resto de capitales autonómicas, mantiene incorrectamente comunicado todo el arco mediterráneo. Un área territorial que se inicia desde Algeciras hasta Francia pasando por Murcia, Valencia y Barcelona, y que aglutina el 50% de la población española, el 45% del PIB, el 47% del tejido productivo, el 46% del empleo, el 51% de la exportación y el 63% del tráfico de mercancías portuarias, y que actualmente presenta un déficit de infraestructuras importante mientras se primaba la construcción de infraestructuras de dudoso interés económico. Las líneas ferroviarias de alta velocidad, tanto de pasajeros como de mercancías, comunican Madrid y Barcelona y Madrid y Valencia, pero Valencia y Barcelona siguen sin disponer de esta conexión, como tampoco con otras importantes ciudades del litoral mediterráneo de elevada importancia estratégica a nivel logístico. Y mientras tanto, existen un buen número de estaciones de ave sin pasajeros en toda España. Y algo similar ocurre con las conexiones por carretera. La autovía del Mediterráneo, la A7, comunica el sur desde Algeciras con Castellón, pero en Cataluña no existe prácticamente trazado alguno construido.

Este déficit en la conexiones del arco mediterráneo no implica exactamente un déficit en las inversiones en las infraestructuras de Cataluña por parte del Estado, pero sí un déficit importante en las comunicaciones entre las ciudades españolas del arco, entre ellas Cataluña. Y no existe razón lógica que explique esta desatención.

Desde luego que los defensores del Corredor Central, tanto en España como en la UE, exponen que este une los nodos de Algeciras, Madrid y Zaragoza alcanzando importantes velocidades de transporte, y disfrutando de suelo abundante y pocas áreas humanizadas que entorpezcan cualquier trazado ideal que se quiera bosquejar. Y sobre todo el Corredor Central no aísla a Madrid, el mayor centro logístico de la Península Ibérica, un nodo logístico que incluye toda España y Portugal, junto con las redes de transporte aéreo con Latin-América, cuyo centro europeo se sitúa en Barajas. Desde Zaragoza la red conectaría con Barcelona y desde allí con la frontera francesa.

Las reivindicaciones sobre el corredor mediterráneo se iniciaron en 2006, cuando España ya había experimentado un importante desarrollo y la homogeneidad en los servicios públicos de todas las autonomías estaba garantizada. Las diferencias entre el desarrollo industrial de la periferia con respecto al interior ya no eran excusa para la política centralizadora en las infraestructuras estatales que se aplicó entonces, y menos aún reduciendo la competitividad económica de la periferia. Una adecuada inversión en ella hubiese permitido ganar peso al principal eje de la industria española, lo que repercutiría en beneficio de todos.

Pero en todo caso no se puede culpar de esta política centralizadora a los gobiernos del PP. Durante las dos legislaturas del PP, entre 1996 y 2004, se aplicó una política liberalizadora que llevó a descentralización administrativa de la mayoría de servicios públicos, poniéndolos en manos de las autonomías, y propiciando su gestión a través de empresas privadas. Alrededor de 4,5 billones de pesetas (el equivalente a unos 27.000 millones de euros sin actualizar con el IPC) fueron ingresados por las arcas públicas solo en la primera legislatura de Aznar en concepto de privatizaciones, de los que más de 3,6 billones (21.600 millones de euros) se lograron con operaciones de venta pública en la Bolsa (OPV). Esta política puede haber sido culpable de la corrupción de la vida pública española, y específicamente en Cataluña, del caso 3%, pero no se puede culpar al PP del incremento del secesionismo por supuestas políticas centralizadoras de sus gobiernos porque sencillamente no es cierto.


Los nacionalistas conservadores de CIU podrían haber participado en los gobiernos de España, con González en el 93, o con Aznar en el 96, pero renunciaron a ello porque España no les interesaba. Podrían haber educado a la sociedad española en su visión descentralizada del Estado, haber desarrollado obras públicas que beneficiasen a Cataluña en conjunto con el resto del país, o apostar por eso tan escuchado de “catalanizar España”. Pero les resultaba mucho más beneficioso obtener concesiones administrativas que les permitiesen aumentar sus cuotas de poder y recaudar mayor número de impuestos, a la vez que obtener importantes mordidas de toda obra pública que ellos gestionaban.



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